Cuando una panda de chavales le echan la soga a un perro y lo arrastran con el coche hasta que algún extremo se rompe -la soga, el perro- también hay un superhéroe en escena, el mismo que mató a la mendiga en Barcelona y que nos sonríe en las fotos de Abu Ghraib: el que se siente satisfecho torturando a alguien que no se puede defender. Y lo justifican de mil maneras (era un chucho apestoso, una negra de mierda, apestan como ratas, ensucian la ciudad) pero se están vengando de una situación que les supera. De sus padres, de sus profesores, de sus jefes, de las chicas que les rechazan o los chicos que les desprecian a los que culpan -quizá con razón- de sus propias vidas patéticas. Y están huyendo desesperadamente del vacío total: emburrecidos por una educación deficiente y alentados por la basura televisiva, se han vuelto incapaces de encontrar otras fuentes de inspiración. Son demasiado cobardes para asumir consecuencias y no soportan el dolor o el fracaso, por lo que jamás se enfrentarían a alguien de su tamaño. Necesitan una gran superioridad numérica o experimentar su poder con un alguien completamente indefenso: un perro famélico y maniatado, un gato enfermo acorralado en un callejón. Después lo graban en video, le sacan fotos, lo comentan, lo celebran. Probablemente repitan. Mis felicitaciones al Ministerio de Educación, aquí estamos muy motivados. Un día, la frase mágica, el campanazo. El subidón: la próxima vez cogemos a un tío ¿eh? Venga, un tio. Venga va.
Quien dijo que la violencia sólo engendra violencia tenía más razón que un santo. Y peor: la violencia no resuelta genera una obsesión. Yo tengo la mía. Desde hace cinco años, voy una y otra vez al mismo lugar y sigo la misma pauta: disparar a bocajarro a un grupo de varias personas que hay allí. Son personas que no conozco, caras que no he visto jamás. El motivo de mi presencia -mi Superpresencia- es algo que ellos han hecho: entrar en una perrera de Tarragona, atar a quince perros y seccionarles las patas con una motosierra. Cuando los cuidadores llegaron a la mañana siguiente, algunos aún estaban vivos. El código penal establece dos años de carcel para aquellos que descargan música protegida de la Red y una multa para los que torturan a un animal hasta matarlo. Ellos ni siquiera fueron perseguidos y nadie les denunció. Personalmente, no creo en el castigo capital y mi convicción se basa en las deficiencias de los sistemas donde se aplica. Mi superyo, sin embargo, tiene sed de sangre: quiere que no estén, que no sean nunca más.
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